Si los programas de televisión empezaran a la hora prevista, el espectador se ahorraría muchos sinsabores. Fíjense en mí, sin ir más lejos: llevo tres semanas enganchado a la serie Flash forward, que emite Cuatro los martes por la noche, y eso me obliga –pues es un producto del modelo 24, que si te despistas unos instantes, te pierdes– a tragarme entre 20 y 30 minutos de un espacio del que hasta ahora me había mantenido a una prudente distancia, El hormiguero.
No sé si es un programa infantil en horario adulto o si es que la estupidez del español medio ha crecido de manera exponencial durante los últimos años y yo no me he enterado. Reina allí una alegría tontiloca e irritante basada, evidentemente, en el triunfo de la voluntad. A Pablo Motos y sus comparsas se les ha metido en la cabeza que son los tíos más cachondos de España y que el que no se troncha con ellos es porque es un cenizo. Curiosamente, los invitados se prestan no solo a un montón de preguntas estúpidas (perdón, cachondas), interrumpidas, además, por un par de peluches siniestros, sino a que les pongan una bata blanca y les obliguen a participar en los experimentos del inefable Flipy: ¡suerte tendrán si abandonan el plató sin que los hayan rociado de agua, electrocutado o prendido fuego a la corbata! Antes de acabar el suplicio deben cantar el himno del programa, dirigido a los niños y en el que se urge a estos a irse a dormir sin olvidarse de hacer pipí (¡Pi Pi!, claman Motos y los suyos mientras hacen un gesto como de tirar de la cadena). Si usted acudía a El hormiguero porque acaba de publicar un libro, estrenar un filme o dar con la vacuna del sida, olvídese de cualquier pretensión didáctica: la muchachada que ve el programa solo recordará a alguien en cuyo rostro asomaban la vergüenza y el estupor propios de quien acaba de ser violado en público y duda entre llamar a la policía o suicidarse.
Como no podía ser de otro modo, el inicio de Flash forward me pilla con un humor de perros que, afortunadamente, se me pasa enseguida, pues la serie es entretenida, a la par que inquietante. Eso sí, tras 20 inacabables minutos de las gracias del señor Motos y sus amiguitos, solo llego a una conclusión: o yo soy un cenizo o esos tíos son para matarlos.
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